miércoles, diciembre 14, 2005

Sobreviviente

Puede sonar a exageración, pero hoy en el espejo vi una imagen muy similar a esta. ¿Será parte de una vida normal en la "zoociedad" actual o tendré que revisar mi ritmo de vida? Lo consultaré con la almohada.

6 comentarios:

Planeta Urupagua dijo...

Que curioso, en mi espejo siempre aparece una imagen como esa. Será que está apoderando de todos los espejos?

Salud

Anónimo dijo...

Confieso que algunos de mis dias mi espejo me muestra imagenes como esa...en cambio en otros siento una felicidad como tu dices "irresponsable". Creo que despues de todo lo que he vivido, estoy pasando por uno de mis mejores momentos y lo mejor? compartirlo con mi gente querida -incluyendote-
me parece maravilloso! (insisto y recalco: no tiene que ver con el chiste)
Besos...

Tecnorrante dijo...

Solución rápida: No mires más ese espejo

Solución tétrica: No te reflejes en ese espejo

Solución patética: Tapa el espejo con un paño

Solución cursi: Pinta un dibujo en el espejo

Solución elegante: Pega una foto hermosa en el espejo

Solución inútil: Rompe el espejo

Solución literaria: Lee poemas de espejos

Solución recursiva: Busca más soluciones al espejo

Solución fantástica: Atraviesa el espejo

Solución conciliadora: Haz las paces con el espejo

Solución retaliadora: Discute con el espejo

Solución escapista: Usa lentes oscuros frente al espejo

Solución final: Asesina el espejo

Nota intelectualosa:
"Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres"
(tarea: adivinar el verdadero autor de la cita, aunque está demasiado fácil)

luzcaraballo dijo...

ricardo: ¿será?

Usuario anónimo: ¡un palo por la felicidad irresponsable! Besos para ti también.

Tecnorrante: espero tener espíritu suficiente como para optar por la solución conciliatoria. Solución de la tarea: tu querido Borges. Como siempre, gracias.

Anónimo dijo...

El hijo se había soñado alas bajo la experta mirada de su padre y
maestro. Durante muchos años se las había creado, pluma por pluma,
músculo por por músculo y huesecillo por huesecillo en largas horas
de trabajo, de sueño, hasta que tomaron forma. Las había dejado
crecer de sus omóplatos en la posición correcta (era especialmente
difícil percibir con toda exactitud la propia espalda en sueños), y
había aprendido poco a poco a moverlas adecuadamente. Había sido una
dura prueba para su paciencia seguir practicando, hasta que tras
interminables y vanos intentos fue por primera vez capaz de elevarse al
aire por unos instantes.


Pero luego cobró confianza en su obra, gracias a la benevolencia y
severidad inquebrantables con que le guiaba su padre. Con el tiempo se
había acostumbrado tan por completo a sus alas que las sentía como
parte de su cuerpo, tanto que experimentaba en ellas dolor o bienestar.
Al final había tenido que borrar de su memoria los años en que había
estado sin ellas. Ahora era como si hubiese nacido con alas, como sus
ojos o manos. Estaba preparado.


No estaba en absoluto prohibido abandonar la ciudad-laberinto. Al
contrario, quien lo lograba era mirado como un héroe, un
bienaventurado y su leyenda era contada durante mucho tiempo. Pero eso
solo les estaba reservado a los dichosos. Las leyes a que estaban
sometidos todos los habitantes del laberinto eran paradójicas, pero
inmutables. Una de las más importantes decía: solo quien es dichoso
puede escapar de él.


Pero los dichosos eran raros en los milenios.


El que estaba dispuesto a intentarlo, tenía que someterse antes a una
prueba. Si no la superaba, no era castigado él, sino su maestro, y el
castigo era duro y cruel.


El rostro de su padre había estado muy serio cuando le dijo: «Esta
clase de alas únicamente sostienen al que es ligero. Pero solo hace
ligero la felicidad.» Después había escudriñado largamente a su
hijo y preguntado por fin:


-¿Eres feliz?-


- Sí, padre soy feliz - había sido su respuesta.


¡Oh, si de eso se trataba, no había peligro alguno! Era tan feliz que
creía poder volar incluso sin alas, peus amaba. Amava con todo el
fervor de su joven corazón, amaba sin reservas y sin la sombra de una
duda. Y sabía que su amor era correspondido de la misma manera
incondicional. Sabía que la amada le esperaba, que al final del día,
tras superar la prueba, iría a su habitación azul celeste. Entonces
ella se echaría en sus brazos ligera como un rayo de luna y en ese
abrazo infinito se elevarían sobre la ciudad, dejando atrás sus muros
como un juguete arrinconado, volarían sobre otras ciudades, sobre
bosques y desiertos, montañas y mares, lejos y más lejos, hasta los
confines del mundo.


No llevaba sobre el cuerpo más que una red de pescador que arrastraba
como una larga cola por las calles y callejas, los pasillos y
habitaciones. Así lo quería el ceremonial en aquella última prueba
decisiva. Estaba seguro de que la superaría, aunque no la conocía.
Solo sabía que siempre se adecuaba por completo a la personalidad del
candidato. De esta manera ninguna prueba se parecía jamás a la de
otro. Podia decirse que la prueba consistía precisamente en adibunar a
través del autoconocimiento en qué consistía aquélla. El único
mandamiento severo al que podía atenerse decía que bajo ningún
concepto debía entrar durante la duración de la prueba, es decir,
antes de la puesta de sol, en la habitación azul celeste de la amada.
En caso contrario quedaría inmediatamente excluido de todo lo demás.


Sonrrió al pensar en la severidad casi furiosa con que su respetado
padre le había comunicado este mandamiento. No sentía la más mínima
tentación de quebrantarlo. Ahí no había peligro alguno para él, en
ese aspecto estaba tranquilo. En el fondo nunca había entendido bien
todas aquellas historias en las que un mandamiento semejante hacía que
alguien se sintiese precisamente impulsado a vulnerarlo. En su marcha
por las desconcertantes calles y edificaciones de la ciudad-laberinto
había pasado ya varias veces ante la construcción en forma de torre
en cuyo piso más alto, cerca del tejado, vivía la amada, y dos veces
incluso ante su puerta, sobre la que figuraba el número 401. Y él
había pasado de largo, sin detenerse. Pero eso no podía ser la
verdadera prueba. Habría sido demasiado sencilla, excesivamente
sencilla.


Atodas partes donde llegaba se encontraba con desdichados que le
miraban o seguían con ojos admirados, nostálgicos o llenos de
envidia. Conocía a muchos de ellos de antes, aunque tales encuentros
no podían producirse nunca intencionadamente. En la ciudad-laberinto,
la situación y disposición de las casas y calles cambiaba
ininterrumpidamente, por eso era imposible darse cita en ella. Cada
encuentro sucedía casual o fatalmente, según como se quisiera
entender.


Una vez el hijo sintió que la red que arrastraba quedaba prendida y
volvió sobre sus pasos. Bajo el arco de una puerta vio sentado a un
mendigo cojo que enganchaba una de sus muletas en las mallas de la red.


-¿Qué haces? -le preguntó. -¡Ten piedad! -contestó el
mendigo con voz ronca-. A tí no te pesará, pero a mí me aliviará
mucho. Tú eres un hombre dichoso y escaparás al laberinto. Pero yo
permaneceré aquí para siempre, porque nunca seré feliz. Por eso te
pido que te lleves una pequeña parte de mi desdicha. Así participaré
un poco en tu evasión. Eso me daría consuelo.


Los dichosos raramente son duros de corazón, tienden a la compasión y
dejan a otros participar de su abundancia.


-Está bien -dijo el hijo-, me alegra poder hacerte un favor con
tan poco.


Ya en la siguiente esquina se encontró con una madre angustiada,
vestida con harapos, acompañada de tres niños hambrientos.


-Supongo que no nos negarás a nosotros -dijo llena de odio- lo
que le concediste a aquél.


Y prendió una pequeña cruz sepulcral de hierro en la red.


A partir de ese momento la red se hizo cada vez más pesada. Había un
sinnúmero de desdichados en la ciudad-laberinto y todos los que se
encontraban con el hijo prendían cualquier cosa en la red: un zapato,
una prenda de vestir o una estufa de hierro, un rosario o un animal
muerto, una herramienta o hasta una puerta.


Caía la tarde y se aproximaba el final de la prueba. El hijo avanzava
penosamente paso a paso, inclinado hacia delante como si luchase contra
una gran tempestad inaudible. Su rostro estaba cubierto de sudor, pero
todavía lleno de esperanza, pues creía haber comprendido en qué
consistía su misión y se sentía, a pesar de todo, con las
suficientes fuerzas para llevarla a cabo.


Entonces anocheció y seguía sin venir nadie para decirle que ya
bastaba. Sin saber cómo había llegado con la interminable carga, que
arrastraba, a la terraza de aquella casa como una torre en la que
estaba la habitación azul celeste de su amada. Nunca se había
percatado de que desde allí se divisaba una playa, aunque tal vez
ésta no había estado nunca en aquel lugar. Profundamente preocupado,
el hijo se dió cuenta de que el sol descendía detrás del horizonte
brumoso.


En la playa había cuatro hombres alados como él y, aunque no podía
ver al que hablaba, oyó claramente como eran absueltos. Preguntó a
gritos si le habían olvidado, pero nadie le prestó atención. Tiró
con manos temblorosas de la red, pero no logró quitársela de encima.
Gritó una y otra vez, llamó a su padre para que viniera a ayudarle
inclinándose todo lo que podía sobre la barandilla.


En la última luz del crepúsculo vió como allí abajo su amada,
envuelta en velos negros, salía conducida por la puerta. Luego
apareció, tirado por dos caballos negros, un coche negro cuyo techo
era era un gran retrato, el rostro lleno de dolor y desesperación de
su padre. La amada subió al coche y éste desapareció en la
oscuridad.


En ese instante el hijo comprendió que su misión había sido ser
desobediente y que no había superado la prueba. Sintió como sus alas
creadas en sueños se marchitaban y caían como hojas otoñales, y supo
que nunca volvería a volar, que nunca podría ser otra vez feliz y
que, mientras durase su vida, permanecería en el laberinto. Pues ahora
formaba parte de él

luzcaraballo dijo...

fpi: Supe que tenía que decir que no!!! Lo supe!!! Lo supe!!!!! Qué viva el psicoanálisis!!!!
Gracias.