lunes, agosto 11, 2014

Anillo de Fuego

Siempre desconfié de las afirmaciones absolutas acerca de la maternidad. Creía y sigo creyendo que hay tantas experiencias de maternidad como hijos hay en el mundo. Como hijos digo, porque según entiendo una misma madre tiene con cada hijo una experiencia distinta. Mi maternidad fue ansiosamente esperada, especialmente por otras personas. Yo fui a mi ritmo, al ritmo que pude. Y este año nació mi hija.
No sé cómo voy a recordar este periodo dentro de 30 años. Estoy convencida de que la memoria, la mía y la de todos, altera lo ocurrido para que podamos contar la historia que queremos. Por eso para algunas la felicidad de haber tenido un hijo superaba las anemias y los dolores post parto y sólo recuerdan una alegría infinita; mientras otras recuerdan un trabajo de parto doloroso, con mucho sufrimiento y un puerperio que fue apenas el abreboca de todo el llanto que vino después. Yo dudo de los extremos. Mi cuento hoy no está parado en ninguno.
Yo tuve un buen embarazo, un parto precioso y un puerperio que ha sido un anillo de fuego, como el de los circos. Esa es mi imagen en este momento, que puede variar con el paso del tiempo y convertirse en cualquier otra cosa, en otra historia, en el cuento que quiera contar después.
El fuego quema pero también purifica. Puede que salga un poco chamuscada y con olor a carne quemada, pero saldré. Voy a estar afuera del anillo en algún momento y si no hay nadie para aplaudir la hazaña, me aplaudiré solita y con ganas.
El puerperio me hizo valorar aún más lo que tengo y, sobre todo, a quienes tengo a mi alrededor. Me hizo entender por qué hay mujeres que abandonan a sus hijos. Hizo que me volviera a doler ser extranjera. Me hizo revivir miedos de la infancia. Logró que comprenda la sobreprotección como concepto. Confirmó una vez más mi alta tolerancia al dolor. Me robó el humor durante varias semanas. Y, por último pero más importante que todo lo demás: me habilitó la conexión con mi hija. Hay muchas cosas en mi que están distintas: me sale leche para alimentarla, tengo el sueño liviano para velar por ella, estoy sensible (quizás) para detectar y atender sus necesidades, me duele estar lejos de ella (aunque a veces me agobie la cercanía).
Mi cuerpo se ha vuelto cuna y alimento. Mi cabeza no hace más que molestar.